En estos días me encuentro en una reunión en Roma, la llamada “Ciudad Eterna”, atendiendo compromisos con la comunidad eudista a la que pertenezco. Pasando por la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura – FAO, pensé inmediatamente en una de las problemáticas que estamos viviendo: la carestía y baja oferta de alimentos, y con ello, el hambre que está marcando la vida de muchas familias afectadas por la guerra en el este de Europa, situación que también se vive en otras latitudes alrededor del planeta.
Aunque ese conflicto, y los antecedentes de problemas logísticos tras la pandemia, parecieran muy lejanos o que quizá no nos tocaran, esas realidades poco a poco han afectado a la economía nacional, y por supuesto, a nuestros bolsillos. Seguiremos viviendo estos y otros efectos, y sin ser profeta apocalíptico, los veremos en el mediano y largo plazo, dependiendo de cómo se resuelva esta crisis y de cuánto dure.
Cuando hablo de que nos tocan el bolsillo, me refiero a la inflación, un efecto de dimensiones mayúsculas. Según el Dane, a junio de 2022 el Índice de Precios al Consumidor (IPC) -una medida aproximada de la inflación- había experimentado una variación anual de 9,67%, siendo la más alta en los últimos 22 años. Las economías que por mucho tiempo han estado seguras, alejadas de presiones inflacionarias, comienzan a resquebrajarse. La persistencia de la subida de precios en todos los productos y servicios, fruto de los problemas logísticos causados inicialmente por la pandemia, y luego acentuados por esta guerra sin sentido, hace que los problemas de la oferta se agudicen y, en consecuencia, la demanda se vea estresada. En Colombia, la reciente variación anual del IPC se explica por los alimentos, una característica que compartimos con el resto del mundo. A los problemas logísticos que vivíamos al principio del año, se le sumó este conflicto armado, que ha disminuido el acceso a petróleo y sus derivados, y de insumos agropecuarios, en especial de fertilizantes, generando dificultades para producir bienes de primera necesidad.
No podía ser menor el impacto frente a una guerra que ha tocado la despensa de Europa -Ucrania-, dejando de producir maíz y cebada, trigo y soja y otros productos que contribuyen a una contracción significativa de la industria alimentaria mundial.
Nuestras familias y amigos, nosotros mismos, comenzamos a sentir el peso de esta realidad cuando vamos al supermercado o a las plazas de pueblos y ciudades, y vemos cómo los precios han subido, con motivos concretos como esta guerra, que genera incertidumbre y especulación en los agentes económicos. La inflación crece desbordadamente con cifras que no se veían desde hace algunas décadas, dejando no solo un impacto en la canasta familiar sino también en la capacidad adquisitiva de las personas en Colombia y en el mundo, que se traduce, por ejemplo, en hambre e inseguridad alimentaria. Esa pérdida de poder adquisitivo significa que, ganando lo mismo, se compra menos, lo que conlleva a que se prioricen gastos, se sustituyan consumos, y se dejan de lado otros, como la educación superior, lo que tiene repercusiones en el desarrollo futuro de la sociedad.
Las medidas para contener estas presiones inflacionarias alrededor del mundo han hecho que el peso colombiano se haya devaluado más en las últimas semanas. Un dólar americano fortalecido elevará más los precios de los bienes y servicios importados en Colombia, y surge el temor de aumentar la remuneración de los trabajadores para no abonar más a la inflación: todo hace pensar que nos enfrentamos a una “espiral inflacionaria”. Y es que la inflación es el peor “impuesto”, afecta con mayor incidencia a los más pobres, ya que las alzas en los precios son trasladadas de una u otra manera a los consumidores finales, y estos con bajos ingresos, no puede satisfacer sus necesidades, entre ellas, la más importante, la de alimentarse.
Autor: P. Harold Castilla Devoz – Rector General Uniminuto
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Last modified: noviembre 1, 2022